Una vez me
preguntaron por qué escribía, en ese entonces yo me quedé callada y bajé los
ojos, después contesté: supongo que porque me hace feliz. En ese momento no lo
entendía, pero ahora sí.
Escribimos
porque de esa forma encontramos una manera de desahogarnos, de calmar nuestra mente en medio de una tempestad, una
tormenta de pensamientos que nos abruman y nos devoran lentamente.
Escribimos cuando
estamos tristes, como una forma de alejar esos malos pensamientos, de mostrar
nuestra alma en cada escritura; escribimos para conocernos y nos conocemos
mientras escribimos.
Escribimos
porque algo nos dice dentro que tenemos que escribir.
Escribimos, e
incluso a veces ni siquiera sabemos el qué, escribimos con ganas, con rabia y
pasión, nos desangramos en cada letra y en cada escrito se desata una guerra.,
una guerra donde las inseguridades ganan terreno poco a poco y donde todo parece perdido.
Escribimos
porque nos hace felices y nuestro teclado miles de lágrimas ha visto.
Escribimos
amando y amamos escribiendo, porque somos así, porque las palabras son el arma
más afilada que tenemos, pueden ser tan cortantes que hieran en lo más
profundo del ser o las palabras más dulces que nos podamos imaginar.
Escribimos y a
veces no decimos nada. Escribimos encriptando mensajes para que no todo el
mundo pueda leerlos, nos desnudamos de pensamiento, dejando que sólo ciertas
personas conozcan lo que realmente escribimos, porque en cada composición hay
cierta parte de nosotros que no dejamos ver a nadie, porque dejamos huellas, no sólo físicas sino también
en el alma.
Escribimos
palabras que pueden cambiar el mundo, vivimos y crecemos rodeados de escritura
y eso alimenta nuestros corazones, porque la gente dice que escribe con la
cabeza, pero yo no lo creo, yo creo que se escribe con lo más profundo del
corazón.
Escribimos a
veces por no llorar, porque nos calma y nos ayuda a entendernos incluso en
aquellos días incomprensibles.
Escribimos y no
paramos de escribir; escribimos en papel y en cualquier aparato electrónico,
escribimos en las paredes, en los libros y hasta incluso en el techo porque
simplemente no podemos parar de escribir.
Escribimos
llorando y escribimos riendo, leemos escritos y acabamos llorando o riendo, ¡o
ambas a la vez! de cualquier modo no estamos seguros de por qué bajan esas
lágrimas por nuestras mejillas, pero algo nos dice en nuestro interior que hay
que hacerlo, porque nuestra alma se funde y se entrega en cada relato, hasta en
una lista de la compra hay un pedacito de cada uno de nosotros.
Nos pueden quitar la voz, el dinero y nuestra opinión pero hay algo que nunca podrán quitarnos: las
palabras. Hacemos magia con ellas, las transformamos y les damos forma,
las volvemos peligrosas y también sutiles, las vamos variando y provocamos con
ellas sentimientos en los demás.
Nunca debemos
dejar de escribir. Quizás escribimos pensando que algunos de nuestros escritos
quedarán para cuando ya no estemos, una forma de permanecer en nuestro mundo
aunque ya nos hayamos ido, una forma de que nuestras ideas prevalezcan, de que
no se marchiten y mueran como una planta al sol del verano.
Escribimos y
volvemos a escribir porque una traviesa viajera nos visita y nos susurra dulces
palabras al oído. Morimos en cada composición y renacemos cada vez que
escribimos.
Escribimos para
refugiarnos en nuestros mundos de una Realidad que nos ahoga, nos escapamos en
cada relato y vivimos aventuras inimaginables e incomprensibles para los demás.
En aquel momento
me quedé callada y ojalá hubiera podido decir todas las palabras que me
vinieron a la mente cuando me di cuenta de por qué realmente escribo; escribo
para dejar salir la verdadera persona que soy, para dejar de fingir aunque sólo
sea por un rato, para dejar salir todo lo que llevo dentro y eso nadie podrá
quitárnoslo, porque es nuestro, parte de nosotros y de nadie más.